Desde el
pasado 15 de marzo estamos confinados. En nuestra sociedad, acomodada a mirar
con distancia las catástrofes que ocurren en otras partes del planeta, una
cuarentena era algo muy del pasado. Tanto es así que en el imaginario se
referencia en estampas de personas harapientas en ambientes pestilentes en los
que la ayuda mutua no maquilla una absoluta desolación. Así deja Goya en “Corral de apestados” testimonio del
hacinamiento en un hospital en plena epidemia. Nuestra retina histórica
conserva esas sensaciones.
Marc Bloch
definía la Historia como “la ciencia de los hombres en el tiempo” porque mide
el cambio, la duración de los acontecimientos sociales y la evolución de la
propia historia. Por tanto, el verdadero tiempo de la Historia no es
unidimensional. Desde el 15 de marzo de 2020 se pueden contar los días
transcurridos hasta el presente, el tiempo cronológico. Incluso, hacer una
lista de acontecimientos: decreto de alarma, número de infectados, caída del
PIB, fallecimientos, altas médicas, etc. La cuestión es cómo ese tiempo
cronológico en el que se secuencian acontecimientos es interiorizado en lo
histórico-colectivo y en la vivencia de los individuos. Ese es el llamado
tiempo interno y es fundamental comprenderlo para interpretar el impacto de la
cuarentena en nuestra sociedad.
Los efectos
psicológicos del confinamiento son innumerables según los expertos. Señalan que
este puede ser factor predictivo de estrés agudo, estrés postraumático,
síntomas depresivos e, incluso, cambios de comportamiento en el largo plazo.
Tampoco faltan las advertencias de los estresores que continuarán tras la
cuarentena, como puede ser la situación económica de cada cual.
Igualmente,
el golpe de esta cuarentena sobre todas y todos nosotros nos evidencia
concepciones que en otro tiempo tardaríamos mucho en aprender. Quizá nos
estemos percatando de qué es lo realmente importante y de qué sociedad
ten(íamos)emos. Tras catástrofes del pasado, otras sociedades pusieron
cimientos para construir más progreso social. No por casualidad los estados del
bienestar proliferaron tras la Segunda Guerra Mundial. No por casualidad la
Declaración Universal de los Derechos Humanos se proclamó en 1948. Aprovechemos
la nueva subjetividad inducida por la adversidad para ser valientes. Atrevámonos
a forjar un país mejor.
Quizá lo
primero que hemos percibido en estas semanas es nuestra vulnerabilidad
individual y colectiva. La inseguridad y el miedo barren la falsa suficiencia y
la frivolidad que campaban a sus anchas entre nosotros. La constatación de esta
fragilidad existencial pone encima de la mesa el valor de lo público y la
necesidad de contar con un Estado protector incompatible con las décadas de
políticas neoliberales. Como apercibía Noam Chomsky hace unos días, esta crisis
es otro ejemplo del fracaso del mercado: “El asalto neoliberal ha dejado a los
hospitales sin preparación”[1]. Junto a este nuevo aprecio por lo común y por
el papel del Estado se expresa otra intuición otrora callada por el mantra
hiperindividualista: somos parte de una comunidad de relaciones de
reciprocidad. La solidaridad y cooperación intrafamiliar y entre vecinos, o la
propia actitud de sacrificio por el prójimo de tantas personas que cubren
necesidades esenciales para el conjunto, exhiben los valores y principios exitosos
frente al sálvese quien pueda. Un futuro de seguridad y prosperidad requiere
construir comunidad.
Otra
evidencia a la luz de la pandemia es el alcance de la economía de los cuidados.
Los trabajos de cuidados, tanto en la economía formal como informal (realizados
sobre todo por mujeres), se han revelado primordiales para la supervivencia y
el bienestar, a pesar de la consideración marginal tradicionalmente arrastrada.
Si ponemos la vida en el centro de las prioridades es inexcusable un cambio en el
sistema de cuidados (reducción de jornadas laborales, rescate para lo público
de las escuelas infantiles y de las residencias de mayores, fortalecimiento de
los servicios sociales y de la sanidad pública, etc.).
También
ahora en las ciudades las sensaciones, aunque enclaustradas, son diferentes.
Oímos a los pájaros, se respira aire más limpio e, incluso, hemos visto en
redes sociales imágenes de jabalíes, patos o ciervos paseando por las urbes.
¿Por qué no pensar en ciudades en las que se puedan seguir escuchando pájaros y
respirando aire limpio en el futuro? También nos damos cuenta de la cantidad de
consumo superfluo que teníamos antes del confinamiento. Si mañana pudiésemos
salir a la calle, ¿quién se iría a un centro comercial antes que a cualquier otro
sitio al que encontrarse con otros, con uno mismo al aire libre o con la
naturaleza? Cuidar el planeta es cuidar la humanidad.
En la lista
de aprendizajes exprés no falta la constatación del peligro para la democracia
y, en el contexto actual, también para la salud psicológica, de los bulos o
noticias falsas. Salvaguardar la convivencia democrática y garantizar el acceso
a información veraz como asiento imprescindible de cualquier sociedad
democrática es hoy tarea prioritaria. Tras la victoria de Donald Trump se ha
extendido el modus operandi entre grupos reaccionarios que se sirven de las
redes sociales y de medios de desinformación para intoxicar, generar miedo y
desestabilizar políticamente. El confinamiento ha creado unas condiciones en
las que este problema ha aumentado exponencialmente: tenemos más incertidumbre,
estamos más necesitados de información y somos más frágiles frente a la
intoxicación informativa. El problema no se ataja solo mediante las campañas
antibulos o la concienciación ciudadana, es necesaria una acción decidida e
integral de los poderes del Estado. Persiguiendo lo que es, propiamente, una
acción criminal. La denuncia ante Fiscalía, por parte de Unidas Podemos, de un
bulo sobre el Covid-19 va en esa línea.
Por último,
ha quedado de manifiesto la debilidad del tejido productivo del país. Las
consecuencias de esto son muy graves. Ya conocíamos el efecto sobre la
precariedad en el empleo, demasiado dependiente del sector servicios, pero
ahora nos hemos dado de bruces, además, con la dependencia del exterior. No
tenemos una industria capaz de producir aquello que es vital para un país. Las
deslocalizaciones, la dejación del papel director del Estado en manos del
mercado y la desindustrialización desde los años ochenta hacen que no podamos
ni fabricar suficientes mascarillas, no digamos respiradores. Un cambio de
modelo productivo es ya un objetivo de país incuestionable, máxime en el
proceso de desglobalización que parece acelerarse al ritmo de la pandemia.
En
definitiva, la cuarentena nos está haciendo aprender a marchas forzadas sobre
nuestra vulnerabilidad, sobre la necesidad de un Estado protector y la
pertenencia a una comunidad solidaria, sobre la importancia de la economía de
los cuidados, sobre la insostenibilidad ambiental de nuestras ciudades y pautas
de consumo, sobre estar prevenidos ante las nuevas formas de desestabilización
política de la ultraderecha y sobre el ineludible cambio de modelo productivo.
Cuando
salgamos del confinamiento tocará reconstruir la economía en un clima de enorme
confrontación política y de tensión social, engrosada por el desempleo y el
cierre de pequeñas y medianas empresas. Nos harán falta las certezas de lo
aprendido y muchos recursos. Soporte económico de la UE (si quiere pervivir a
esta crisis económica) y recursos de las grandes fortunas que, hoy por hoy,
tributan muy por debajo del “sistema tributario justo inspirado en los
principios de igualdad y progresividad” propugnado por la Constitución. Será la
oportunidad histórica del país para acometer los cambios ineludibles para las
presentes y futuras generaciones.
La mirada
corta se pondrá solo en cómo evitar la crisis política y rebajar tensión social
sin poner luces largas sobre los cambios estructurales que tocan acometer. Se
presentará una reedición de los Pactos de la Moncloa como palanca responsable
en favor de la estabilidad frente a la hecatombe, no sea que de la misma acabe
tocada hasta la institución monárquica. Corresponderá brindar un pacto de país
sobre los intereses nacionales, aquellos de la mayoría social, muy alejados de
los de las élites ligadas a los fondos de inversión extranjeros. Un pacto de
país para la reconstrucción económica, para hacer frente a las consecuencias
del calentamiento global y para prevenir otros riesgos para la seguridad como
la pandemia actual. Las políticas para esto, como estamos aprendiendo, no son
las neoliberales. De los Pactos de la Moncloa se puede recuperar la voluntad de
acuerdo y, como en aquel entonces, poner luces largas. Pero en absoluto es válido
el recetario neoliberal ni una gran coalición disfrazada para la ocasión.
Notas:
[1] Nicola, Valenti. (20 de marzo de 2020). “Las camas de los
hospitales se han suprimido en nombre de la eficiencia”. CTXT. Recuperado de:
https://ctxt.es/es/20200302/Politica/31456/noam-chomsky-coronavirus-neoliberalismo-sanidad.htm
Toni Valero (@Toni_Valero) es profesor de
enseñanza secundaria, Coordinador General de IULV-CA y portavoz de Adelante
Andalucía.
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