Vivimos una época de
cambio integral. La reciente crisis económica ha consolidado la
precariedad vital como una norma social, tanto en el nivel salarial
como en el acceso a los servicios públicos y a los cuidados. Cada
vez somos más pobres y cada vez trabajamos más tiempo por menos
dinero. Al mismo tiempo, la rueda del sistema capitalista no deja de
girar aunque ya es evidente que conduce a la destrucción del planeta
y, por ende, de la vida misma. Sorprendentemente, apenas hay debate
público sobre esas cuestiones. Por el contrario, en nuestro país la
derecha política se radicaliza al calor de la irrupción de la
extrema derecha, provocando una extensión del discurso contra las
mujeres, los sindicatos, los inmigrantes y de toda conquista del
movimiento obrero y democrático. A nivel mundial, las fórmulas del
autoritarismo neoliberal se expanden amenazando las libertades más
básicas y normalizando un estado de la opinión profundamente
reaccionario. En definitiva, volvemos al siglo XIX en materia de
relaciones laborales y derechos mientras producimos y consumimos muy
por encima de la biocapacidad del planeta. Una combinación explosiva
que esboza un panorama sombrío.
En momentos como estos es
cuando es absolutamente crucial la preservación de las
organizaciones populares y de izquierdas. No hace falta establecer
comparaciones con otros tiempos históricos para darse cuenta de que
los peligrosos procesos arriba descritos sólo pueden combatirse
desde organizaciones democráticas y populares capaces de movilizar a
todas las fuerzas de resistencia. No se trata de que haya una única
fuerza de resistencia, sino de que todas las existentes sean capaces
de cooperar y colaborar en pos de un interés común. Es ese tipo de
unidad estratégica la que necesitamos para ser capaces de abordar
estos inmensos retos.
Sin embargo, la izquierda
española parece obsesionada por recorrer el camino inverso. En vez
de fortalecer a las organizaciones políticas, se las está vaciando
y dividiendo para favorecer procesos líquidos y desconectados de los
principios democráticos más básicos. Y es que mientras el ciclo
político inaugurado en 2010-2011 con las huelgas generales y el 15M
sirvió para incorporar a mucha gente a la política a través de
demandas democratizadoras, en la actualidad pareciera que de aquello
sólo queda una retórica vacía, un malabarismo de palabras que se
nutre de imágenes y símbolos pero que carece de significado alguno.
Queda una ilusión, pero no como esperanza sino como engaño de los
sentidos.
En los últimos años las
organizaciones políticas se habían democratizado gracias al impulso
ciudadano cristalizado en el 15M. Obsérvese, por ejemplo, el caso de
las primarias. Este instrumento permite mitigar la llamada ley de
hierro de las oligarquías, es decir, el rígido control que los
aparatos tienen sobre la voluntad de las bases. Gracias a ello se han
hecho imprescindibles para toda la izquierda, aunque haya múltiples
modelos disponibles. Y en el ciclo electoral de 2015 y utilizando
este instrumento ese eligieron candidaturas que, alimentándose del
contexto sociopolítico, permitieron incluso gobernar muchas grandes
ciudades de España. Fueron los llamados ayuntamientos del cambio.
A aquellos procesos mucha
gente los llamamos nueva política. Pero no era una etiqueta del todo
correcta, puesto que tampoco había nada nuevo. Es más, en realidad
se trataba de la recuperación de una larga tradición política, la
republicana y socialista, que hacía hincapié en los mecanismos
democráticos para elegir a los representantes. A pesar de ello, y a
diferencia de la nueva política, esta tradición política siempre
le dio más importancia a la capacidad de fiscalización y revocación
de los cargos elegidos. Esto es central. Dicha idea se funda en la
concepción según la cual los representantes son meros espejos de la
voluntad de los representados, es decir, que hay entre ellos una
relación fideicomisaria: el pueblo elige a sus representantes, pero
éstos se deben a aquellos y en caso de pérdida de confianza se
pueden ejecutar medidas revocatorias. Esto se le olvidó en gran
medida a la nueva política.
Hay en la literatura
republicana y socialista una amplia gama de ejemplos. Por ejemplo,
Robespierre exigiría en 1790 que «todos los funcionarios públicos
nombrados por el Pueblo puedan ser revocados por él»[1]. Marx, en
sus comentarios elogiosos sobre La Comuna de París de 1871,
destacaría que los consejeros municipales elegidos por sufragio
universal «eran responsables y revocables en todo momento»[2]. En
efecto, como dijera Norberto Bobbio, con sus comentarios sobre La
Comuna Marx estaba defendiendo «la democracia electiva con
revocación de mandato, esto es, la forma de democracia en la que el
elegido tiene un mandato limitado por las instrucciones recibidas de
los electores y es removido de su cargo en caso de inobservancia»[3].
Incluso Lenin en 1917 afirmaría que «cualquier organismo electivo o
asamblea de delegados pueden considerarse auténticamente
democráticos y verdaderamente representativos de la voluntad del
pueblo solo en el caso de que se reconozca y ejerza el derecho de
revocación de los elegidos por los electores»[4]. En suma, una
apuesta política por no sólo elegir a los representantes sino, muy
especialmente, por poder echarlos durante su mandato si defraudaban a
los representados.
Esta es la razón por la
que, por ejemplo, además de introducir el sufragio universal y las
primarias obligatorias en Izquierda Unida introdujimos en 2016
también los revocatorios en nuestros estatutos. Ante la pérdida de
confianza de un cargo público o interno de IU, la militancia siempre
tiene la oportunidad de revocarlo a través de un referéndum. Si a
la militancia no le gusta mi actitud, puede echarme sin tener que
esperar a la próxima Asamblea. Pero lo mismo es aplicable hasta al
último concejal. Eso permite que los cargos públicos queden
«anclados» a la voluntad de las bases y no inicien procesos
individualistas al margen de la política aprobada. Elección y
fiscalización como la base de una política democrática.
Desgraciadamente me temo
que el éxito electoral de algunas experiencias municipalistas en
2015 facilitó que se ignoraran los problemas que conllevaba no haber
introducido algunos de estos elementos en la política de
confluencia. Ello ha implicado, por ejemplo, que en algunos casos los
cargos públicos elegidos en primarias hayan abandonado cualquier
lealtad o relación de representación fiel con quienes les
eligieron. Incumplimientos de programas, polémicas votaciones sin
justificar, cambios de responsabilidades sin debate colectivo… En
algunos casos incluso los cargos públicos han sido expulsados de sus
partidos por desobedecer las instrucciones emanadas de los colectivos
que les pusieron ahí. En general, la mayoría de estos cargos
públicos se justifican aludiendo a que se deben a la “gente” y
no a los “partidos”, un truco retórico que esconde que su único
compromiso de lealtad es con redes informales que pivotan en torno a
un hiperliderazgo que se presume electoralmente eficaz. Emerge así
un modelo de confluencia, y de partido, aparentemente democrático,
por la existencia de primarias, pero profundamente presidencialista
en tanto que el control sobre los procesos y la toma de decisiones
depende de camarillas supuestamente aventajadas.
Este modelo naciente, que
crece al calor de la sociedad del espectáculo y de la
hiperpersonalización de la política, es sin duda la principal cuña
que amenaza a las organizaciones populares y de izquierdas.
Fundamentalmente porque amenaza con sustituirlas. Y, desde mi punto
de vista, cambiar el funcionamiento democrático de las
organizaciones por modelos bonapartistas no parece la mejor forma de
construir resistencias contra los retos con los que comenzaba este
artículo. Más al contrario, es llevar a la izquierda española a
una situación “a la italiana” en la que las esperanzas de los
sectores sociales progresistas quedan depositadas en un difuso
mercado electoral sobre el que apenas hay capacidad de intervención.
Y eso sin entrar sobre el contenido político, pues esas formas de
funcionamiento son bestialmente más sencillas de “capturar” por
el poder económico.
El fundador del PSOE,
Pablo Iglesias Posse, enraizado también a la misma tradición
socialista y republicana, dio un consejo inestimable también válido
para estos tiempos. Al respecto de esta cuestión dijo: «para los
cargos públicos, elegid a los mejores y más capacitados y
vigiladlos como si fueran canallas. Cuando un compañero se postula
para un cargo sin que lo promuevan las bases, es motivo suficiente
para no elegirlo»[5]. Esa forma de entender la política, y en
particular la relación entre representantes y representados, debe
ser recuperada y puesta en primera línea por parte de la izquierda
actual.
En mi opinión, la mejor
forma de fortalecer a las organizaciones populares y de izquierdas es
a través de mecanismos democráticos. Ello implica apostar por
amplios procesos de elección de cargos, debates públicos y sobre
todo fiscalización de la actividad de los representantes elegidos.
La fórmula del hiperliderazgo, aunque prometa buenos resultados
electorales, socava la misma capacidad de pensar, decidir y actuar
colectivamente. Y esto, sobra decirlo por la naturaleza de los retos
existentes, no va sólo de unos cuantos diputados o concejales en
mayo de 2019.
Alberto Garzón
Espinosa
Coordinador Federal de
Izquierda Unida
[1]
Robespierre, M. (2005): Por la felicidad y por la libertad. El Viejo
Topo, Madrid.
[2]
Marx, K. (2003): La guerra civil en Francia. Fundación Federico
Engels, Madrid.
[3]
Bobbio, N. (2002): La teoría de las formas de Gobierno en la
historia del pensamiento político. Fondo de Cultura Económica,
México D.F.
[4]
Lenin, V. (1917): “Proyecto de Decreto sobre el Derecho de
Revocación”.
[5]
Citado en Domenech, A. (2013): “Socialismo, ¿de dónde vino? ¿qué
quiso? ¿qué logró? ¿qué puede querer seguir queriendo y
logrando?”
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