Mundo
Obrero
Los
resultados electorales del 20-D pueden entenderse como la cristalización de las
importantes y recientes transformaciones en nuestro país. Al fin y al cabo en
los últimos años ha cambiado la concepción del mundo de grandes sectores
sociales, y con ello también sus referentes político-electorales.
Esto
era algo previsible y ciertamente anunciado, fundamentalmente porque la crisis
económica se profundizó de tal forma que acabó derivando en crisis orgánica o
de régimen (1). Es decir, lo que al principio parecía una simple crisis de
carácter técnico terminó por convertirse en una grave crisis política y
democrática, con un cuestionamiento radical de las instituciones
político-económicas. La gente empezó a cuestionar no sólo a los gestores de lo
público sino también a los partidos, a los sindicatos, a la propia
constitución… De ahí que sea lógico que la frustración de mucha gente se haya
canalizado a través de nuevos vehículos políticos, como son los llamados
partidos emergentes.
No
obstante, esos cambios en la concepción del mundo sólo pueden entenderse como
consecuencia de las transformaciones económicas por las que ha atravesado
nuestro país en las últimas décadas. Cuando millones de personas, de extracción
social heterogénea, modifican su comportamiento electoral no es por casualidad.
Ante un fenómeno de tal magnitud no nos valen las explicaciones subjetivistas,
ni tampoco el recurso –siempre fácil y manido- a teorías de la conspiración.
Para
entender estas transformaciones tan radicales tenemos que partir del hecho de
que el régimen de acumulación neoliberal ha entrado en crisis, y que al mismo
tiempo el modelo de crecimiento de la economía española se ha agotado. Basta
recordar que el régimen de acumulación neoliberal se ha caracterizado por un
proceso continuo de precarización de las relaciones laborales y de
privatización y desregulación de los sectores públicos. En suma, la retirada
progresiva de las conquistas sociales y el dinamitado del Derecho del Trabajo.
Todo ello agudizó las contradicciones económicas, con un incremento de la
desigualdad y con una dependencia cada vez mayor del endeudamiento para
mantener la maquinaria capitalista en funcionamiento. Sin embargo, el estallido
de la crisis financiera internacional hizo saltar esa frágil estructura por los
aires. Y con ello, naturalmente, también la posición material de mucha gente
que, además, había interiorizado culturalmente que vivíamos el fin de la
historia.
Es
más, lo que el 15-M manifestó con toda claridad no fue la autoconciencia
revolucionaria de la ciudadanía, como sólo podrían creer los más ingenuos, sino
la existencia de un caldo de cultivo de enorme frustración ante la realidad
socioeconómica y, muy especialmente, ante las expectativas vitales. Entre
otros, allí podía encontrarse a los jóvenes sin futuro, a las facciones de
clase más precarizadas y a una autopercibida clase media que era expulsada,
bruscamente en la mayoría de los casos, de la burbuja económico-vital en la que
habían vivido. El salto no fue cuantitativo, habida cuenta de que días después
ganó las elecciones el PP, sino más bien cualitativo: para cada vez más gente
algo estaba cambiando en su forma de ver el mundo.
La
izquierda política organizada, desgraciadamente, no quiso estar a la altura del
momento. Se hicieron buenas diagnosis de lo que sucedía pero no se acompañó de
una gestión coherente. Por lo general podría decirse que la izquierda marxista
de este país no obró como tal, y limitó sus habilidades a un buen diagnóstico
que no fue acompañado de la consecuente praxis. Y es que aunque la mayoría de
la frustración ciudadana se expresaba con la intención de voto de la
abstención, también una parte que alimentaba ligeramente los porcentajes
estimados de IU. Y eso bastó para neutralizar los discursos marxistas que
analizaban y proponían alternativas rupturistas, hacia dentro y hacia fuera.
Triunfó una suerte de nuevo eurocomunismo o neocarrillismo que abogaba por
recoger los beneficios electorales de la crisis sin apostar por articular una
respuesta política anticapitalista.
No
obstante, pasado este largo ciclo electoral toca hacer balance. La economía
española se encuentra narcotizada, debido a las inyecciones de liquidez de los
bancos centrales de todo el mundo; el modelo de crecimiento económico se está
reorientando hacia un modelo dirigido por las exportaciones de bajo valor
añadido, lo que implica aún mayor precariedad laboral; la estructura de clases
ha cambiado, con un fuerte componente generacional; y la presencia de nuevos
partidos ha modificado sustancialmente el panorama e imaginario político. Al
mismo tiempo, el escenario económico de futuro es ciertamente oscuro, con un
horizonte de nueva crisis financiera que podría desestabilizar todo el sistema
político otra vez. Al fin y al cabo, las contradicciones del sistema económico
no se han resuelto de ningún modo y eso es crucial en el devenir político de
nuestro país.
En
estas circunstancias, parece obligado iniciar una reflexión activa sobre el
futuro de la izquierda en España y Europa. Porque, como hemos dicho en otras
ocasiones, nos jugamos un orden social y no sólo unos cuantos escaños en el
Congreso de los Diputados. La clave, como siempre, está en hacerse las
preguntas adecuadas. ¿Qué tipo de país-sociedad queremos para las generaciones
futuras? ¿A través de qué mecanismos podemos incidir en la realidad, quizás
electoralmente, quizás en el conflicto social o quizás en ambos? Y, finalmente,
¿qué instrumento político es el más adecuado para conseguirlo? Pienso, además,
que el orden de las preguntas ha de ser este y no otro.
En
unos tiempos en el que la izquierda está tan despistada conviene ser claros
también en las propuestas. Y desconfiar de aquellas que no lo son. Por eso
trataré de explicitar con nitidez mi apuesta concreta. Pienso que debemos
evitar dos tentaciones y apostar por una vía que, siendo más compleja, es la
más útil para nuestros objetivos ideológicos.
La
primera tentación a evitar es la que podemos llamar el deslumbramiento.
Consiste en una suerte de idealización de los fenómenos más recientes, como es
el de Podemos, y que suele acabar proponiendo una entrada íntegra en otra
formación política. Esta opción supone desestructurar las redes de militantes y
simpatizantes que, articulados en torno al significante PCE/IU, inciden en el
conflicto social y político. El fenómeno de Podemos merece ser estudiado y en
gran medida reconocido, pero no tiene las características que puedan hacer de
él un instrumento de transformación social en el sentido que nosotros hemos
venido planteándolo en los últimos años. Al fin y al cabo, las transformaciones
sólo pueden llevarse a cabo cuando existen redes capilares de activistas
organizados que comparten una misma o similar concepción del mundo, una
estrategia y una cultura política común, y que además tienen capacidad de
incidir en la vida concreta de las clases populares a través de la presencia en
los conflictos sociales. Como maquinaria electoral Podemos carece de esas
características, mientras que las redes de PCE/IU está más cerca de tenerlas;
si bien, como observamos, lejos de que funcionen correctamente entre otras
cosas por la falta de una dirección política coherente y cohesionada.
La
segunda tentación a evitar, siempre latente, es la que llamaríamos
irracional-impulsiva. Consiste en cierta melancolía freudiana de quien no
acepta la nueva situación económico-política y espera, con fe ciega, que
aquellos tiempos de cierta comodidad –la comodidad del 10% electoral- puedan
volver por arte de magia. Habitualmente propugna el refugio a un marxismo
fosilizado y fetichista, sin incidencia social e insignificante en apoyo
social. Convierte a la izquierda marxista en una pieza de museo. Y es,
paradójicamente, la opción con menos autonomía de todas porque siempre se
referencia en otras fuerzas políticas, del mismo modo que el bueno de la peli
requiere de su antagonista para ser quien es. Es también la opción más
emocional, porque se acompaña de la simbología más obrerista para encubrir,
curiosamente, la opción política más dogmática. Y, por supuesto, está
desconectada de los problemas reales de la gente y de los análisis marxistas
sobre la situación económica ya que, en esencia, es una opción de pura fe. De
la fe de quien cree que cerrando los ojos la realidad será distinta. Y ya se
sabe que la fe no necesita ni ciencia ni hechos.
La
opción más coherente es la racional-crítica. Parte de asumir que el 15-M y
Podemos, entre otros, es un fenómeno social que manifiesta parte de los deseos
e inquietudes de las clases populares. Y que, sin embargo, eso no es suficiente
para transformar la realidad ni para aspirar a construir un horizonte
socialista. Propugna la construcción de un instrumento de radicalidad
democrática, recogiendo las demandas republicanas de los movimientos sociales,
y con un proyecto político anticapitalista, herencia del movimiento obrero,
porque hunde sus raíces en un riguroso análisis marxista de la realidad
socioeconómica. Propugna autonomía política, sin referenciarse en otras fuerzas
políticas, pero manifiesta intención de colaboración con otros sujetos,
políticos y sociales, y sobre todo pone encima de la mesa la necesidad de
reforzar las redes de activistas sociales y la incidencia concreta en la vida
de la gente. Es decir, presencia en conflictos sociales. Y la pedagogía como
elemento central para el establecimiento de una cultura política compartida.
Estoy
convencido de que esta la tercera opción es la que necesitamos, para el bien de
nuestro país y para que la izquierda marxista pueda trabajar para la
emancipación de las clases populares. En definitiva, para pasar del reino de la
necesidad al reino de la libertad. Pues esa siempre fue la tarea comunista.
[1]
Sirva de ejemplo el prólogo que escribí en marzo de 2013 al libro
“Conversaciones sobre la III República” de Julio Anguita y Carmen Reina, y que
fue notablemente criticado por parte de la entonces dirección de IU.
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