Plantear,
como algunos dicen en estos tiempos, que al no existir en las instituciones una
correlación de fuerzas favorable a la ruptura hay que cambiar de objetivos y
aceptar integrarse en el proyecto de reforma, significa renunciar a ser una
fuerza transformadora.
El
debate sobre la transición al que estamos asistiendo en estos tiempos no debe
circunscribirse solo a un debate académico, tiene una relación directa con la
coyuntura que se vive en España. De forma concreta con lo que se ha venido a
llamar “segunda transición”, como una repetición del proceso que entre 1975 y
1982 se vivió en España. Esta cuestión para el bloque dominante tiene todo el
sentido, ya que en la primera fue capaz de conseguir cambiar el modelo
institucional franquista sin tocar los poderes fácticos (Ejército, Banca, Iglesia,
y sobre todo respetando la base oligárquica que lo sustentó). De esta forma se
pasó del franquismo a un sistema homologable al entorno europeo occidental con
el mínimo coste.
Ahora,
una vez agotado el ciclo político del régimen surgido tras la transición, que
algunos llaman régimen del 78 por referenciarlo en la Constitución de ese año,
los poderes económicos intentan repetir tan exitosa operación. En este marco es
en el que sitúo el análisis del papel que jugó el PCE en aquel momento de un
modo dialéctico, nada parecido a un ajuste de cuentas, para referenciar una
posición sobre el papel que tiene que jugar la izquierda anticapitalista en
estos momentos.
Empezaría
por plantear que en 1975 la mayoría del capital nacional e internacional era
consciente de la necesidad de finiquitar el régimen político constituido en
torno al franquismo y sustituirlo por un sistema equiparable con el entorno
europeo occidental.
La
cuestión era cómo se producía esa homologación, si mediante la reforma del
régimen franquista, lo que significaba entre otras cosas no cuestionar la
monarquía, no tocar lo que se llamaban "poderes fácticos" y, por
supuesto, al sistema económico; o bien se producía la ruptura democrática, la
ruptura con la legalidad y legitimidad emanada de la Guerra Civil y, por tanto,
ponía en cuestión las bases de legitimación de los poderes económicos, así como
las bases mismas del sistema económico. En este sentido no olvidemos que, para
preocupación del bloque dominante, la Revolución de los Claveles estaba muy
cercana y aún sin definir el sistema económico hacia el que se encaminaba.
En
esta confrontación que se dirimió entre 1974 y 1976 pronto se vio que no había
hegemonía para conseguir la ruptura, entre otras cuestiones porque las fuerzas
de la llamada "oposición democrática", a las que preocupaba un
proceso de ruptura hegemonizado por el PCE, preferían pactar con los restos del
franquismo.
Esa
falta de hegemonía se produjo a pesar de la permanente movilización general de
los trabajadores, estudiantes, gentes de la cultura, de las huelgas, de los
enfrentamientos con la policía, de las detenciones, encarcelamientos de
luchadores y luchadoras y de los numerosísimos asesinatos cometidos por las fuerzas
represivas y organizaciones de extrema derecha.
El
Movimiento Obrero, fundamentalmente las Comisiones Obreras, movilizó con
carácter general y de forma permanente a todas las personas trabajadoras con
reivindicaciones laborales, pero en un marco de exigencia de ruptura con el
Régimen franquista.
Así,
el PCE pasó de la defensa de la ruptura democrática a asumir lo que se
llamó la ruptura pactada (mayo 1976,
declaración del Comité Ejecutivo: la ruptura hay que negociarla con la Iglesia,
el Ejército y la Banca) y de ahí, para no quedarse fuera de juego, a la vía
abierta tras el referéndum de 1976. Es decir, directamente a la vía de la
reforma, una vez que fue consciente de que el resto de fuerzas políticas
estaban decididas a acordar la exclusión del PCE del proceso que se abría con
la Ley para la Reforma política.
Ante
esta coyuntura, la dirección del PCE, valorando la correlación de fuerzas,
sitúa en primer plano conseguir la legalización, para lo que era necesario
conjugar la presión con la negociación, siendo conscientes de que el resultado
final tendría que suponer concesiones, y que la ruptura no se produciría en los
términos planteados en el Comité Central de Roma 1976.
La
realidad es que, a la muerte del dictador, las fuerzas del sistema y los
aparatos del régimen franquista como el Ejército, la Policía y los jueces
disponían de una amplísima hegemonía para garantizar el consenso social sobre
la reforma del régimen político y para excluir su ruptura. Esta realidad no
había sido cabalmente percibida o no se quiso aceptar por una dirección del PCE
residente en el exterior, que no parecía hacer mucho caso de los informes que
llegaban del interior en este sentido.
Entrar
a debatir si las concesiones fueron mayores de las que se tenían que haber
realizado en función de la fuerza que tenía el PCE es una cuestión difícil de
dilucidar, sobre todo sin conocer todos los datos de la coyuntura, presiones de
los militares incluidas, y la geopolítica, no olvidemos como la URSS dejó sola
a la Revolución de los Claveles por una cuestión de mantener el reparto de
zonas de influencia.
El
tema fundamental para mí, es considerar si lo que debió ser una cuestión
táctica, como la aceptación del terreno de juego de la reforma para conseguir
la legalización y un marco social y político más avanzado que el que presentaba
el franquismo, se convirtió en un momento determinado y sin debate, al menos
formal, en una cuestión estratégica y se olvidó el objetivo de la ruptura en lo
que significaba plantear un Proyecto Global de Nuevo País, no sólo en lo
institucional, sino fundamentalmente en lo social y en lo económico, tal y cómo
planteaba el Manifiesto Programa aprobado en 1975.
De
esta manera, la Constitución de 1978, que como todas, era producto de una
determinada correlación de fuerzas concretas, se convirtió en un punto de
llegada y no en un paso intermedio que permitiera una mejor posibilidad de
seguir luchando por el objetivo de alcanzar no sólo una democracia política,
sino también una democracia social, incompatible con mantener intocable el
sistema económico. Estas cuestiones debían plantearse como inseparables, ya que
como planteaba el PCE en su Manifiesto Programa de 1975, no era posible construir
una democracia política sin construir al mismo tiempo una democracia social,
porque desde la desigualdad social no puede surgir la igualdad de derechos y de
deberes sobre la que formalmente debe sustentarse toda democracia. Esto
significaba que se dejaba de mantener en la práctica política diaria la
coherencia con lo que se decía en los propios documentos del PCE.
Si
para las fuerzas del sistema el objetivo era conseguir la homologación con el
entorno europeo en lo político, lo económico y lo militar, para el PCE debería
haber sido unir sus fuerzas con la de otros Partidos Comunistas, desde el
portugués, hasta el griego, pasando por el francés y el italiano, para romper
con el capitalismo y plantear la posibilidad de construir el socialismo en el
oeste europeo, que evidentemente no podía ser una copia del que existía en el
este.
Esta
cuestión nunca apareció con rotundidad en las reuniones mantenidas por los
Partidos Comunistas Europeos, más preocupados en mitigar los efectos de la
crisis de 1973 y el papel a jugar en el proceso de integración en la
Comunidades Europeas (1974 Conferencia de Bruselas, con la participación de 28
Partidos Comunistas) que en la vía concreta para acabar con el capitalismo.
Los
partidos encuadrados en el llamado “Eurocomunismo” cometimos el error de
convertir la táctica de sumar fuerzas y reformas en una estrategia que nos
alejaba del objetivo central, que significaba desarrollar en lo concreto un
proyecto político que no se planteaba la ruptura con el capitalismo, sino tratar
de reformarlo para hacerlo más social precisamente cuando, como decía, se
sufría la mayor crisis del capitalismo desde la Segunda Guerra Mundial.
Por
lo tanto, situar al PCE en la estrategia de la reforma no era ya una cuestión
táctica que buscaba conseguir la legalización, tratar de consolidar una
democracia política, manteniendo el objetivo de construir una democracia
política y social que rompiera con el capitalismo y abriera el paso a la
construcción del socialismo. Es decir, se abandona lo planteado en el
Manifiesto Programa de 1975 y todo se supedita a lucha institucional y el PCE
deja de tener un proyecto estratégico de futuro para el país.
Al
mismo tiempo el PCE, desde el Comité Central de Roma, cambia su estructura para
hacerla plenamente territorial, con lo que se centra en la preparación del
trabajo institucional, abandonando la estructura sectorial de frentes de lucha,
lo que en la práctica 'retira' al Partido de los centros de trabajo y de
estudio.
La
derecha económica y política, por el contrario, lo tuvo claro y nunca consideró
la Constitución como un punto de llegada. Así, desde el día siguiente a su
aprobación, se planteó modificarla y ningunearla en la práctica para anular los
elementos más sociales que contenía y desarrollar lo que significaba de
consolidación del modelo social, económico y militar capitalista. De esta
manera los artículos que parecían justificar el apoyo de la izquierda, el
derecho a la vivienda, al trabajo, a la planificación democrática de la
economía, o la prioridad del bien común sobre la propiedad privada fueron
devaluados hasta quedar en papel mojado.
Plantear,
como algunos dicen en estos tiempos, que al no existir en las instituciones una
correlación de fuerzas favorable a la ruptura hay que cambiar de objetivos y
aceptar integrarse en el proyecto de reforma, significa renunciar a ser una
fuerza transformadora. De la misma manera, asumir que en 1977 no había
capacidad política para conseguir imponer un referéndum entre monarquía y
república no debió significar que había que enterrar la reivindicación de la República,
defender la reconciliación nacional no debía significar equiparar jurídicamente
a las víctimas con los verdugos, ni mucho menos dejar que cientos de miles de
demócratas continuaran enterrados en las cunetas y fosas comunes mientras el
dictador seguía enterrado en el Valle de los Caídos. De la misma forma que no
tener fuerza parlamentaria para acabar con el tratado que sustentaba a las
bases de los EEUU en España no podía significar renunciar a movilizarnos contra
ellas planteando su cierre inmediato.
Pero
sobre todo, el abandono de la estrategia de ruptura significó la renuncia a
utilizar el conflicto y la movilización como instrumento político. Ahora
aparecen informaciones sobre que lo que interesaba a Adolfo Suarez, más allá de
la aceptación de la bandera y la monarquía, era sobre todo la renuncia del PCE
a utilizar su enorme potencial movilizador. La aceptación de la estrategia
reformista significó en la práctica reducir su actividad a lo institucional,
primero en el Parlamento y luego en los ayuntamientos, lo que influía
claramente en la capacidad de lucha del sindicalismo, que no convocó ninguna
huelga general hasta 1984, a pesar de que las denuncias del propio PCE y de
CCOO sobre los incumplimientos de los Pactos de la Moncloa por el gobierno, la
hubieran más que justificado. No olvidemos que también enterraba el potente
movimiento vecinal, pero sobre todo, no cuestionaba el sistema económico.
Sin
entrar en calificativos, la cuestión central es que el PCE, como otros partidos
de la izquierda europea, renunciaron en la practica en la década de los 70-80 a
la ruptura con el sistema económico capitalista, planteando como objetivo su
reforma para hacerlo más justo y social, ilusión que se mantuvo hasta que en el
siglo XXI vemos claramente que el capitalismo no sólo no es reformable, sino
que cada vez es más evidente que es incompatible con una democracia social.
Estas
son las cuestiones fundamentales de contradicción entre reforma y ruptura en la
transición de 1974-1982 de las que tenemos que aprender, porque en este
momento, en el que ya nadie duda que el ciclo que abrió la Constitución de 1978
está agotado, tanto por causas internas, como externas, y que es necesario
abrir un nuevo ciclo, se vuelve a plantear la disyuntiva entre reforma y
ruptura. De esta manera en los últimos tiempos se han confrontado dos
proyectos, el que defiende reformar la Constitución para adecuarla a los nuevos
tiempos pero sin tocar los pilares básicos del sistema, y quienes defendemos la
necesidad de una ruptura con la Constitución de 1978, que hay que dejar claro
ha sido violentada y reformada por el PP y el PSOE bajo presión de la Troika
europea. Lo hacemos precisamente para poder cuestionar los pilares básicos del
sistema capitalista que son los que han llevado a España, y al mundo en general
a una crisis que ha supuesto sufrimientos y sacrificios para millones de seres
humanos.
Esta
confrontación electoralmente se ha saldado en las elecciones de junio con un
Gobierno del PP sustentado por una mayoría reformista en el Parlamento, se ha
puesto en evidencia que el PSOE, como ocurrió en la anterior transición, era
consciente del peligro que tenía la influencia que las fuerzas rupturistas
podían tener en un Gobierno Unidos Podemos-PSOE. Unidos Podemos, con todas sus
contradicciones y debilidades ideológicas, no es en este momento una fuerza
asumible por el sistema y, por esto, el PSOE prefiere dejar gobernar a la
derecha. Como elemento clarificador hay que señalar que, en el fondo, Felipe
González y lo que viene a representar tenía muy claro que la confrontación no
estaba entre derecha e izquierda, como se llegó a creer Pedro Sánchez, sino que
estaba entre reforma y ruptura. Felipe González lo volvió a tener tan claro
como en 1976 y sitúo al PSOE en el lado de la reforma.
Nada
nuevo bajo el Sol, se plantea nuevamente la cuestión de cómo actuar una vez que
no se ha conseguido la mayoría parlamentaria para abrir un proceso de ruptura,
y también aquí surgen los dos discursos: los que plantean que al no existir
hegemonía de las fuerzas rupturistas hay que “aparcar” esta estrategia y
centrarnos en la batalla institucional para participar en la nueva transición.
Así, en estos días se resalta el papel moderado del PCE en la transición y se
nos reclama la necesidad de un nuevo Carrillo capaz de llevar a la izquierda
rupturista a la senda reformista.
Este
es el debate de fondo, que atraviesa a todas las fuerzas de la izquierda y
explica como decía, el golpe interno que sacó a Pedro Sánchez de la dirección
del PSOE, y también explica el debate que se produce en Podemos, y el debate
interno de Izquierda Unida, que tiene que ser el marco en el que se desarrolle
la segunda fase del XX Congreso del PCE.
Pero
esta confrontación explica la ofensiva del imperio PRISA y sus terminales
mediáticas y sociales, porque PRISA quiere jugar el mismo papel influyente que
jugó en la primera transición. Lo vimos en su intervención en provocar la
salida de Pedro Sánchez y lo estamos viendo en su implicación en el debate
interno de Podemos. En ambos casos ha sobrepasado los límites de la información
para tomar partido como lógica. Como decía al principio, no estamos en un
debate académico, estamos en una confrontación dialéctica que determinará cómo
se va a configurar la España y Europa del futuro, y en este debate no se puede
ser neutral.
En
este momento es fundamental tener claro que el que no exista hegemonía parlamentaria
rupturista no nos puede llevar al abandono de la estrategia de ruptura, al
contrario, nos debe llevar a reafirmar esta estrategia y a adecuar la táctica
para conseguir tener esa hegemonía, pero, sobre todo, nos debe llevar a no
legitimar el marco reformista como el único posible. Nos debe llevar a no
legitimar el proceso limitado, cerrado, opaco, de reforma de la Constitución
que las fuerzas reformistas quieren realizar, y no legitimar este proceso
significa no caer en el error de situar el Parlamento como el único terreno de
juego. Significa no renunciar a la movilización, a la lucha social como parte
de la configuración de una correlación de fuerzas que no puede ser solo
parlamentaria, que tiene que ser también social, como venimos planteando desde
el PCE e IU.
Debe
significar acompasar los discursos políticos con una práctica política
coherente, significa tener claro que hay que evitar la ruptura de las fuerzas
que hoy por hoy están fuera de los límites del régimen, como lo consiguieron en
los años 77-82 con el PCE, aquí aparece otra vez el papel de PRISA. Pero sobre
todo hay que construir una gran alianza entre todas las fuerzas rupturistas,
construyendo un programa de mínimos que dé respuesta a los problemas concretos
que sufren millones de ciudadanos de
empleo, vivienda, sanidad, educación, derechos sociales, libertades públicas,
etc. Un programa que se defienda al mismo tiempo desde la calle y desde el
Parlamento, que sirva para dar coherencia a las luchas parciales que llevan a
cabo miles de trabajadoras y trabajadores que sufren diariamente la agresión
del sistema.
Pero
este programa de lo concreto debe hacerse desde una visión estratégica de
ruptura para ir ganando la hegemonía ideológica que suponga que la mayoría del
pueblo trabajador, de las capas populares, entiendan que hay que cuestionar la
legitimidad ética, moral e institucional de un sistema que podrá ser legal,
pero es injusto, insolidario, provoca paro, desahucios, desigualdades, pobreza
energética, pérdida de derechos sociales y cívicos, genera insolidaridad y nos
lleva a la guerra como forma de dominio de las materias primas por parte de las
multinacionales. Nos lleva a plantear la necesidad de Construir un Proyecto de
Nueva Sociedad más justa, igualitaria, solidaria, defensora de la convivencia
pacífica y el justo aprovechamiento de los recursos naturales del planeta para
la mejora de la calidad de vida de los pueblos. En definitiva, nos lleva a
defender una sociedad socialista como la salida a la situación que vive España
y el planeta en este Siglo XXI.
José Luis Centella
Secretario
General del PCE
http://www.eldiario.es/tribunaabierta/torno-debate-reforma-ruptura_6_603049715.html