Alberto Garzón Espinosa
- Candidato a la Presidencia del Gobierno por Unidad Popular-IU
En
agosto del 2013 el Fondo Monetario Internacional reconocía en un informe sobre
España que "el Gobierno tiene una amplia mayoría, no habrá elecciones
generales hasta finales de 2015 y solo se ha enfrentado a disturbios sociales
limitados" al mismo tiempo que afirmaba que "el contexto económico ha
reducido la popularidad de los dos principales partidos, lo que podría hacer
que el apoyo público a nuevas y difíciles reformas fuera más complicado".
Evidentemente,
el FMI se refería allí a las duras reformas estructurales que estaban
impulsando los organismos internacionales a lo largo de toda la periferia
europea. En aquel mismo informe el FMI se felicitaba del proceso seguido hasta
ese momento por el Gobierno español y recomendaba acelerar los tiempos de las
ulteriores reformas. Pero la preocupación del FMI era comprensible. Al fin y al
cabo, había precedentes.
Durante
la década de los ochenta del siglo pasado, el FMI logró que los gobiernos
latinoamericanos aprobaran planes de ajuste que devastaron las economías y
dispararon las desigualdades. Aunque la retórica insistía en que el objetivo
era recuperar el crecimiento y la competitividad, lo cierto es que las reformas
se concentraron en la combinación de privatizaciones, reformas laborales y
desregulaciones financieras y resultaron ser un absoluto fracaso. La respuesta
popular ante las consecuencias de aquella gestión fue de tal magnitud que
desbordó a los gobiernos neoliberales y, tras años acumulando fuerzas, las
organizaciones de izquierdas lograron poner fin a la llamada ahora 'década
perdida de América Latina'.
Parecía
evidente que lo último que las elites políticas europeas querían era repetir
aquellos errores, habida cuenta de que la experiencia latinoamericana se había
saldado con gobiernos de izquierda radical. De ahí que, a diferencia de
entonces, hicieran un exhaustivo seguimiento político y no sólo económico de
los efectos que provocaban los planes de ajuste. Cualquiera que siguiera los
informes económicos de los organismos internacionales era consciente de ello.
Pero es que incluso las comitivas del FMI visitaron varias veces el Parlamento
para tomar el pulso social, y un servidor puede asegurar que a aquellos
delegados no les hacía ninguna gracia que la tercera fuerza parlamentaria
–Izquierda Plural: Izquierda Unida- amenazara entonces a Draghi con llevarlo a
los tribunales por su gestión. Por poner un ejemplo representativo de los
muchos que tuvimos en aquellos meses y en los que me vi directamente
involucrado.
Pero
lo que el FMI estaba reconociendo de facto en aquel informe era que el
imprescindible soporte político para las reformas estructurales era el propio
bipartidismo. Y su preocupación, naturalmente, residía en que su legitimidad se
estaba deteriorando. Y si a los posibles estallidos sociales el Gobierno de
Rajoy respondió con más represión y autoritarismo, como por ejemplo pone de
relieve la Ley Mordaza, la respuesta política no estaba tan clara.
Piénsese
que desde el año 2011, particularmente desde el 15-M, el paradigma político que
se estaba haciendo fuerte en las calles era el de la crítica a la Cultura de la
Transición y la crítica a las políticas económicas neoliberales. Por primera
vez desde 1978 el régimen se resquebrajaba por sus cimientos, lo que
cristalizaba en el cuestionamiento incluso de la Casa Real. Y es natural,
puesto que la monarquía borbónica ha sido corresponsable de la corrupción
política estructural de nuestro país y parte imprescindible y cuasi sagrada del
relato mitificado de la Transición.
Al
mismo tiempo, las movilizaciones sociales de 2012 y 2013 fueron importantes
señales de alarma para el propio régimen. Las huelgas generales, las marchas
por la dignidad, la convocatoria de Rodea el Congreso, las mareas y las
acciones del Sindicato Andaluz de Trabajadores y de la Plataforma de Afectados
por la Hipoteca fueron recibidas con honda preocupación por los defensores del
sistema. Eran síntomas de fenómenos sociales que difícilmente podían controlar
unas élites cada vez más asustadas.
La
sorpresiva irrupción de un Podemos fresco y rupturista terminó por acelerar la
respuesta del régimen. Vino la abdicación del ciudadano Juan Carlos de Borbón y
un desorbitante esfuerzo por deslegitimar a la izquierda. La represión también
se intensificó, y ejemplo de ello son los sindicalistas que aún hoy están en
los juzgados así como el caso del compañero y candidato de UP-IU Daniel
Hernando al que le piden actualmente 18 meses de cárcel por participar en una
huelga general. Al mismo tiempo, en Andalucía la gran banca privada logró
deshacerse de la participación en el Gobierno de una renovada Izquierda Unida
capitaneada por Antonio Maillo y que desarrollaba un proyecto de banca pública
que hubiera mermado gravemente el poder del Santander, Unicaja y BBVA. Y lo que
faltaba por llegar era el clásico intento de transformismo gramsciano.
Gramsci
definió así a la capacidad política de impulsarse en las demandas populares
para conseguir imponer exactamente lo contrario. Cospedal lo había puesto en
marcha en Castilla-La Mancha en 2012 con una regresiva ley electoral que
supuestamente se justificaba en los deseos de radicalidad democrática de la
ciudadanía. Y con las mismas artes estaba por emerger Ciudadanos, un proyecto
político propulsado para canalizar la frustración ciudadana pero a través de un
proyecto claramente liberal-reformista.
Con
todas estas piezas encima de la mesa, el régimen ha encontrado la forma de
convertir la profunda e izquierdista crítica al sistema en un proyecto de
restauración y reforma a mayor gloria de las oligarquías. Y es que sólo a
través de una parcial reforma constitucional es posible mantener intactas las
estructuras de poder que reinan en España desde el franquismo al mismo tiempo
que se desactiva la potencia crítica de las clases populares.
El
debate, por lo tanto, se traslada al ámbito constitucional. Y la disyuntiva
sigue siendo la escobazada por el 15-M: reforma o ruptura. La reforma parcial
que proponen los cuatro partidos con mayor estimación de voto se puede realizar
a través del artículo 167, lo que implica un engaño constitucional porque es
una reforma por la puerta de atrás. Es el mismo procedimiento que la reforma
del artículo 135 que hizo el bipartidismo en 2011. Conlleva una negociación
entre cúpulas y acuerdos puntuales que no tocan los elementos fundamentales del
régimen. Y es que la Constitución de 1978 se blindó de tal forma que para
modificar sus cimientos es necesario usar el artículo 168, el que abre un
proceso constituyente. Precisamente esa es la única opción que tienen las
clases populares para participar activamente en el rediseño de nuestras
instituciones y de evitar que apuntalen un orden social neoliberal y regresivo.
Pero
paradójicamente, tras cuatro años de grave crisis institucional y
movilizaciones sociales clave, la única candidatura que defiende en estos
momentos un proceso constituyente es la de Unidad Popular-Izquierda Unida. El
resto ha sucumbido a los cantos de sirena del régimen en restauración.
Oficialmente ya todos los partidos, incluido Podemos, son defensores del libre
mercado en el sector eléctrico –con la ironía de que sólo hace un año que
Endesa nos saqueó 14.000 millones de euros con el silencio cómplice del
Gobierno-, partidarios de mantener los compromisos internacionales con la OTAN
y defensores de la Cultura de la Transición que tanto nos costó doblegar. No
son cuestiones cualquiera, sino elementos definitorios del régimen. Y para
quienes hemos vivido estos cuatro años peleando cuerpo a cuerpo con
funcionarios del BCE, del FMI y del Gobierno resulta cuanto menos sorprendente
la capacidad que han tenido de meterse en el bolsillo a tanto espacio político
tras la grave crisis de régimen.
Y,
sin embargo, no nos rendimos. Creemos que el cambio aún es posible. Y, sobre
todo, necesario. No podemos permitir que se consolide un orden social salvaje
que necesita una adaptación institucional a su medida, que es precisamente lo
que le brindaría una reforma constitucional capitaneada por la oligarquía. Pero
sólo habrá cambio real si fortalecemos a la izquierda y a los movimientos
sociales que buscan una transformación social. Por eso me atrevo a decir que en
estas elecciones el voto determinante está, sin duda, en la izquierda y la
coherencia. Por eso quiero poner en valor la dignidad que conlleva defender un
proyecto alternativo al del régimen del 78, proponiendo políticas a favor de
las clases populares. Con una sonrisa seguiremos batallando a los poderes salvajes
del capitalismo.
2-12-2015
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