En
los últimos meses, miles de personas corrientes han dedicado innumerables
esfuerzos a constituir las llamadas candidaturas de unidad popular en muchas
ciudades del país. Protagonistas, ritmos, códigos políticos y hasta nombres y
logotipos han variado de un lugar a otro. Los resultados, naturalmente, han
sido igualmente dispares.
En
la mayoría de las plazas electorales, por lo general municipios pequeños y
medianos, ni siquiera se llegó a intentar porque no había con quién unirse. En
muchos otros espacios los intentos acabaron empantanados en rocosas
negociaciones entre distintos partidos, corrientes, facciones e intereses,
derivando casi siempre en varias candidaturas enfrentadas entre sí. Y en pocos
sitios, muy pocos, se concluyó con candidaturas que aglutinaban a la totalidad
de los sujetos políticos contestatarios del territorio en cuestión. En
definitiva, los procesos no han sido nada fáciles y han estado cruzados por
ingentes obstáculos de distinta naturaleza (jurídicos, materiales,
metodológicos… pero casi nunca, por cierto, político-programáticos).
Tras
los resultados y con este complejo puzzle es fácil que cada cual encuentre un
hábil argumento con el que justificar una prejuiciosa posición sobre la unidad
popular o sobre el tipo de unidad popular necesaria. Y eso ocurre incluso
aunque se trabaje con votos y, por lo tanto, con números que conceden a
nuestras ideas la siempre elegante apariencia de rigurosidad. Pero los
economistas bien sabemos que los datos pueden siempre torturarse hasta que
confiesen lo que nos apetece. Y aquí no es distinto, sea la lente morada, verde
o roja.
¿Fue
AhoraMadrid, Barcelona en comú o la Marea Atlántica la demostración de que la
Unidad Popular es el instrumento para ganar las ciudades para la gente? Pues
depende. Y a veces a esa duda seguirá una interminable lista de comparaciones y
argumentos rocambolescos que, por lo que estoy viendo, tiene más de ingeniería
social que de análisis político. Unos dirán que lo de AhoraMadrid era por la
fuerza del liderazgo de Carmena; otros que ese liderazgo no existió en Coruña;
otros que Zaragoza en común sacó los mismos votos que Podemos; otros que IU en
Zamora consiguió en solitario un 30%; otros que Podemos sacó en Cádiz un 29% y
Cádiz en Común un 8%; otros que si Ganemos Córdoba e IU Córdoba hubieran ido
unidas se hubiese ganado la alcaldía… No faltarán argumentos o excusas para lo
que sea.
Cuando
algunos afirmamos que «la Unidad Popular es el único camino» estamos siendo
ciertamente rotundos. Pero para explicarlo adecuadamente conviene añadir cuatro
cuestiones relevantes. La primera, ¿a qué llamamos realmente Unidad Popular? La
segunda, ¿para quién es el único camino? La tercera, ¿hacia dónde nos dirige
ese camino? La cuarta, ¿cuál es el método de la Unidad Popular? Todas ellas son
preguntas que me parecen esenciales.
En
primer lugar porque la Unidad Popular no es una herramienta de comunicación
política o una marca electoral. Es, muy al contrario, un instrumento político
para transformar la sociedad. Y en tanto que la sociedad no se transforma
únicamente mediante las elecciones, la Unidad Popular es algo más amplio que un
acuerdo para conformar candidaturas electorales. La Unidad Popular son las mareas
en defensa de los servicios públicos, las huelgas generales o las
movilizaciones populares para detener desahucios. En todos esos momentos
políticos hay transversalidad de actores (varios partidos, sindicatos o gente
no adscrita a organizaciones) y en todos ellos hay fines políticos y medios
enfocados desde la unidad. La hipótesis que subyace es que no es posible
transformar la sociedad sólo ganando las elecciones o sin una ciudadanía activa
que ejerce su papel continuamente. De ahí que una de las muchas y grandes
enseñanzas que ofreció Ada Colau durante la gestación de Barcelona en comú fue
la explícita intención de «luchar juntos en las instituciones lo que antes se
había luchado juntas en las calles».
En
segundo lugar, porque conviene desvelar al beneficiario de la Unidad Popular.
Al fin y al cabo, lógicamente uno puede dudar de si quien sale verdaderamente
favorecido con un proceso de Unidad Popular es el pueblo, como ente abstracto,
o por el contrario el sujeto que recibirá el acta de concejal o de diputado. O
incluso las formaciones que, en aras de la unidad, salvan su existencia
electoral o mejoran sus ingresos económicos. De la misma forma que puede
negarse la Unidad Popular exactamente por las mismas razones. Tanto da. A estas
últimas posibilidades solemos llamarlas tacticismo, es decir, una toma de
decisiones empujadas no por convicciones sino por razones de índole no
esencialmente política.
Pero,
en ausencia del siempre bochornoso tacticismo, ¿quién se beneficia de la Unidad
Popular? A mi juicio, la gente corriente y sencilla. Los de abajo, la base
explotada de un sistema político y económico diseñado para el saqueo y el
expolio. Quienes organizándose políticamente pueden evitar la consolidación de
un orden social regresivo dirigido por una minoría social. Es decir, quienes
tienen en su mano evitar la consolidación del neoliberalismo como proyecto
económico, social y civilizatorio. Sin Unidad Popular, sin mareas y sin
candidaturas populares, el capitalismo se reajustará sobre la base de nuevas y dolorosas
medidas contra la gente y el medio ambiente. No hace falta mirar al horizonte
puesto que ya está sucediendo tal reajuste, entrando en un escenario de
precariedad estructural. Esos son los retos ante los que la Unidad Popular es
la respuesta. Así las cosas, la Unidad es necesaria no para las formaciones
políticas y sus miembros, como maquinarias burocráticas o burócratas, sino para
la gente y sus aspiraciones de vivir bien.
En
tercer lugar, la Unidad Popular tiene objetivos políticos y no meramente
electorales. Es decir, si hay que frenar al neoliberalismo y, además, construir
otro mundo necesario y posible, necesitamos entender que no vale con
aspiraciones mediocres -tanto electorales como no electorales. Dicho de otro
modo, la Unidad Popular no aspira a conquistar el 20% del electorado sino a
representar a la mayoría social y ser instrumento de cambio real. Eso significa
que un 5%, 10% o 20% es siempre insuficiente. Del mismo modo que es
contraproducente convertir lo que es un movimiento político y social en una
maquinaria electoral. Estas son las críticas que siempre, desde mi militancia
más activa, he realizado sin descanso a la deriva institucionalizada de IU.
Así
las cosas la Unidad Popular se define en torno a un marco político-programático
del que se está hablando muy poco. ¿Cómo van a poder resistir las candidaturas
de unidad popular la reacción del poder económico? ¿qué tipo de coordinación
popular necesitamos para desarrollar nuestros proyectos rupturistas? ¿cuál es
la política de alianzas de una fuerza rupturista en un marco como el actual?
¿con qué cuadros y personas con preparación se cuenta para todo el proyecto?
Todas estas preguntas, que son las verdaderamente cruciales, están demasiado
abandonadas en beneficio de los cálculos electoralistas.
En
cuarto lugar, la Unidad Popular ha de construirse desde abajo y de forma
participativa. No podría ser de otra forma si hablamos de movimientos de
democracia radical. Ahí los ecos muy actuales del 15-M, pero también de la
Comuna de Paris. Sin embargo, los diseños concretos de los mecanismos pueden
variar en función de contextos y realidades políticas. Lo que sí que no cabe es
la vieja idea del “Frente Único por la Base”, que traducido al lenguaje
coloquial es algo así como “la unidad popular soy yo”. Esa desastrosa idea fue
dominante en los partidos comunistas de los años veinte y treinta, hasta que el
fracaso estrepitoso hizo cambiar de estrategia. En España fue Bullejos quien,
como secretario general del PCE, mantuvo hasta 1932 una posición dogmática y
sectaria para impedir negociaciones con otras fuerzas políticas. Para Bullejos
el PCE era en sí mismo la Unidad Popular. El fracaso de las izquierdas en las
elecciones de 1933 –sólo un diputado por el PCE, y además en heterodoxa
candidatura de unidad malagueña- catalizó los cambios y ya en 1936 cristalizó
el Frente Popular. Al fin y al cabo, la Unidad Popular se construye desde la
autonomía de todos los participantes y los socialistas no iban a entrar en la
“Unidad Popular” del PCE bajo los aparatos del propio PCE.
Ahora
bien, ¿por qué he querido hacer estas aclaraciones? Me parecía honesto señalar
que los retos ante los que nos enfrentamos son tan grandes que requieren de la
generosidad, el trabajo y el ánimo de todos nosotros. Y que eso comienza con hacer
análisis adecuados y, en la medida de lo posible, desprovistos de juicios
preestablecidos.
Para
mí Ahora Madrid, Zaragoza en Común, la Marea Atlántica o Barcelona en comú sí
son constataciones de que la Unidad Popular es el instrumento necesario. Y creo
eso mismo porque han logrado romper el juego tradicional del bipartidismo,
responsable político de la situación actual y del giro neoliberal. Me importa
bien poco que las candidaturas de Unidad Popular hayan sacado más o menos votos
que las de Podemos o IU en solitario. No me parece ese el debate.
Lo
que me preocupa es que en las autonómicas no haya existido esa ruptura y que
ninguna fuerza contestataria haya superado el 14% de votos de media. Pues ese
voto político es el que puede trasladarse fácilmente a unas elecciones
generales. Significativamente supondría abrir la puerta a un parlamento más
plural pero también a un gobierno igualmente comprometido con la oligarquía y
sus intereses. No obstante, me interesa, y mucho, lugares donde la suma
generosa de esfuerzos ha irrumpido en el escenario o directamente ha roto el
dominio del bipartidismo. Y eso ha ocurrido en bastantes municipios a través de
las candidaturas de unidad popular. Pues es allí donde me parece que se ha
interiorizado gran parte de las ideas anteriores, y donde muy especialmente se
han superado los patriotismos de siglas por el patriotismo de clase, fracción
de clase o como cada uno quiera llamar a las subjetividades compartidas que
nacen de condiciones materiales compartidas.
Pienso,
en consecuencia, que trabajar en esta idea de Unidad Popular de cara a unas
elecciones generales puede romper la perversa dinámica actual –que es económica
antes que política. Ello implica asumir que existirán muchas dificultades,
enormes quizás, pero es que no hay alternativa si no queremos ver en unos años
todos nuestros sueños carbonizados. Si no se consigue, efectivamente muchas
organizaciones con las que la gente sencilla se siente por lo general muy bien
representada seremos competidores electorales. Los resultados serán mejores o
peores para cada una de las organizaciones, y mucho tiempo falta para definir
esos espacios en liza, pero me temo que serán malos sin duda para la población
en general. Una oportunidad histórica que podría perderse y de la que nos
lamentaríamos enormemente en el futuro.
Lo
hemos dicho otras veces: no nos jugamos las próximas elecciones sino las
próximas generaciones. Y estar a la altura pasa, a mi juicio, por pensar
políticamente. No es cuestión de sustituir una maquinaria electoral por otra o
unos concejales por otros. Se trata de Política con mayúsculas. La que nos
afecta a nuestras vidas sencillas.
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