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miércoles, 18 de mayo de 2016

Alberto Garzón: “Algunos somos comunistas”

El comunismo se ha puesto de moda. No del modo que predijeron Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, pero sí de alguna forma tal que ha provocado que las tertulias políticas, en los grandes medios de comunicación o fuera de ellos, vuelvan a debatir sobre esta tradición política. Es más, tres partidos políticos -PP, Ciudadanos y PSOE- agitan ahora la bandera del anticomunismo con objeto de atacar las posiciones políticas de la alianza entre Podemos, IU y las confluencias. Suena a burda y recurrente maniobra para usar el miedo como arma electoral, pero esta vuelta a las viejas consignas reaccionarias no deja de ser sintomática.
Hace unos años la filósofa Jodi Dean escribió que el resurgir del peligro comunista se estaba produciendo porque los mercados habían fracasado. Me parece algo cierto. El anticomunismo emerge como una suerte de defensa ante los propios fracasos, los del sistema de mercado y el capitalismo. De hecho, no deja de sorprender que tras décadas de neoliberalismo y tras la más grave crisis económica desde la Gran Depresión, se vuelva a agitar el fantasma del anticomunismo. Al fin y al cabo, el desempleo, los desahucios y el miedo a pasar hambre se han multiplicado como resultado natural del capitalismo y de sus crisis. Tantos años asustando con que los comunistas nos quitarían las viviendas y al final hemos comprobado que han sido los bancos privados, protegidos y representados por trajeados hombres de negro, los que nos han robado la vivienda, el trabajo y el futuro de nuestras familias.
El geógrafo David Harvey ha insistido a menudo en que el interés por el marxismo y la economía política retrocedió durante los años sesenta y setenta porque las preocupaciones de la sociedad, y especialmente de la izquierda, se habían trasladado hacia las cuestiones culturales. Había un creciente interés sobre las temáticas vinculadas a la alienación y sobre las causas posibles de que la clase obrera no quisiera hacer la revolución socialista, dejándose de lado el análisis económico. Es más, la mayoría de los marxistas occidentales eran filósofos y muy pocos atendían la cuestión económica, como puso de relieve el clásico estudio de Perry Anderson sobre el marxismo occidental. En aquel contexto socio-histórico típico del fordismo y del consumo de masas una obra como El Capital, que describe fríamente al capitalismo en sus fundamentos más elementales, parecía alejada de los problemas políticos de la época. Pero eso, insiste el propio Harvey, ha cambiado en las últimas décadas. Y está en lo cierto. Hoy una obra como El Capital explica con sorprendente precisión por qué y cómo nos bajan los salarios, nos despiden, nos recortan la sanidad y la educación o nos obstaculizan la organización en sindicatos. Hoy el capitalismo está mucho más desnudo, y es fácil ver cómo la razón económica del capital inunda nuestras vidas y nos obliga a emigrar, a pelear por migajas o a aceptar salarios de subsistencia como si fueran privilegios. Hoy el marxismo tiene, de hecho, más actualidad que hace cuarenta años.
Es natural, aceptado lo anterior, que también estemos ante un resurgir del comunismo como planteaba Dean, aunque no tiene por qué expresarse con los mismos ropajes o las mismas herramientas conceptuales de siempre. En realidad el marxismo siempre ha sido así, abierto y diverso. De hecho, sólo el catecismo ortodoxo que emanaba de los manuales de la URSS pudo congelar, así fuera parcialmente, un instrumento tan vivo como el marxismo. Lo fosilizó, y a un coste enorme. Pero nadie podrá negar que el propio Lenin fue un heterodoxo, hasta tal punto que Gramsci tuvo a bien definir la revolución de 1917 como una revolución contra El Capital. Algo similar pasó en toda América Latina con los movimientos revolucionarios, destacadamente el cubano. La propia Rosa Luxemburgo fue, de hecho, una teórica especialmente fecunda y crítica con la racionalización que la dirigencia soviética hacía de los acontecimientos históricos. Pero no sólo es respecto al análisis que el marxismo es abierto y versátil, sino también respecto a la práctica política y la estrategia discursiva. Sólo hay que recordar que la consigna socialmente aglutinadora de la revolución soviética fue paz, pan y tierra y no ningún símbolo fetichizado que limitara su capacidad a la mera autocomplacencia de los revolucionarios portaestandartes. En la ascendencia republicana pasó lo mismo con Robespierre y su tan famosa expresión sobre el derecho a la existencia, que resumía así sin quebraderos de cabeza el eje central de los Derechos Humanos.
En este sentido, Harvey es de los que se han sumado históricamente a conectar los ideales del Manifiesto Comunista con los expresados en la Declaración de los Derechos Humanos. Esta es una vía que permite reconectar al socialismo con la tradición republicana y que, al mismo tiempo, permite volver a situar el foco político en los problemas de la gente y no en debates litúrgicos y ceremoniales propios de las religiones.
Hablar de Derechos Humanos y vincularlos al marxismo no es casual. Por dos motivos. En primer lugar, porque el socialismo fue la única tradición política que mantuvo viva la llama de los Derechos Humanos desde 1794 hasta 1948, y gracias a la cual se conquistaron los derechos políticos y sociales que caracterizan a nuestras sociedades democráticas modernas. En segundo lugar, porque la agresión del capitalismo es tan brutal y salvaje que, bajo las actuales condiciones históricas, defender los derechos humanos es impugnar el sistema capitalista mismo.
Sobre esto insistimos mucho durante las movilizaciones del 15-M al subrayar que no somos antisistema, sino que el sistema es antinosotros. No es cierto que durante aquellos días de 2011 el miedo hubiera cambiado de bando, al menos no tanto como coreábamos. Pero lo que sí cambió de bando fue el sentido común. En mitad de la agresión neoliberal defender una vivienda, cuya conquista como derecho se sobreentendía como parte del sentido común, se convertía ahora en un acto revolucionario –y, por cierto, ilegal. Esto también es fácil verlo hoy cuando comprobamos que la propia Constitución de 1978 y sus garantías sociales se convierten en papel mojado ante una supuesta realidad inmodificable, a saber, la supraestructura europea y el propio sistema capitalista.
Dice el catedrático de Literatura Juan Carlos Rodríguez que «lo que debería resultar más sorprendente es sin embargo lo que menos sorprende». Se refiere al hecho de que deberíamos asombrarnos ante un sistema que es capaz de dejar sin trabajo a más de un millón y medio de hogares y sin vivienda a centenares de miles de familias, por citar dos ejemplos. Sin embargo, hemos naturalizado esos dramas estructurales. Decimos la vida es así y seguimos a otras cosas. Pero no es la vida, sino esta vida. Concretamente esta vida bajo el capitalismo. Bajo un sistema regido por un principio básico de maximización de ganancias y que mercantiliza todo a su paso, desde los objetos hasta los seres vivos y los recursos naturales. Un sistema, llamado capitalismo, que nos esclaviza a un nuevo Dios llamado mercado que opera con caprichosos y cambiantes deseos de rentabilidad.
De ahí que el marxismo aspire a desnudar esa supuesta normalidad, y a mostrarla tan despiadada como es. Desmitificar las estrategias discursivas dominantes es, de hecho, parte de la acción política. ¿Acaso es verdad que somos todas las personas iguales en nuestra condición de ciudadanos como nos insisten unos y otras cada día? Cuando paseamos por el centro comercial, sugería Jean Baudrillard, se produce una suerte de equiparación en la que todos nos pensamos iguales. Ricos y pobres quedamos aparentemente indiferenciados en nuestra nueva condición de ciudadanos consumidores. Nada más lejos de la realidad, de esa realidad que palpamos en nuestras calles. Porque es ahí donde averiguamos que no sólo hay ricos y pobres sino también trabajadores y rentistas, y que por mucho que la estructura social de nuestras sociedades modernas se haya complejizado no dejamos de dividirnos en función de una distinta dependencia de nuestras propias capacidades y cuerpos. En efecto, algunos necesitan ofrecerse en el mercado mundial para ganarse el pan, y otros viven del trabajo ajeno. Eso, en esencia, no ha cambiado.
Este es el asunto más incontestable acerca de la actualidad del comunismo. Allá donde haya explotación, habrá lucha, y donde haya opresión, habrá resistencia. No importarán las etiquetas, ni tampoco la diversidad de los sujetos. Allá donde la explotación derive en miseria, desigualdad, desahucios, carencias básicas y otros obstáculos para el desarrollo de una vida en libertad, habrá contestación. En breve, siempre que exista el capitalismo como sistema existirá el comunismo como idea, movimiento y alternativa.

PS: El título del presente artículo es, queriendo, idéntico al que utilizó Carlos Fernández Liria a los pocos días del 15-M para decir, aproximadamente, lo mismo que yo ahora.

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