Eva García Sempere,
Coodinadora
del Área Federal de Medio Ambiente de Izquierda Unida
Mucho
se está hablando estos días de los riesgos del cambio climático, de cómo nos
jugamos el futuro y el presente, de cómo no sólo no hemos mejorado los
indicadores sobre emisiones de gases de efecto invernadero sino que aumentan
día a día, y recordamos que la ONU ya nos advirtió de que ni uno solo de los
objetivos de desarrollo sostenible previsto para 2030 y 2050 están cercanos a
alcanzarse. El CO2 está en los valores más altos jamás registrados, las
temperaturas medias siguen subiendo, las medias de pluviometría bajando,
aumentan los fenómenos climáticos extremos, se mueren los mares, desaparecen
especies, se compromete la agricultura, se expanden las epidemias y ya hace
tiempo que la primera causa involuntaria de desplazamiento son los motivos
climáticos: los refugiados ambientales ya son muchos más que aquellos que huyen
de conflictos bélicos. Es hora de comprender
que hemos de afrontar un cambio civilizatorio, ante el que hemos de tener
claras las prioridades.
Nos
encontramos en un punto en que el decrecimiento es una realidad. Podemos no
verla, no querer verla e, incluso y muy probablemente, que no quieran que la
veamos. Pero está en agenda. La depredación neoliberal del planeta nos ha
dejado una situación dramática: la disponibilidad de petróleo disminuirá en la
próxima década un 30% y, como advierte la Agencia de la Energía, en 2025 será
imposible satisfacer la demanda actual de petróleo, el pico de producción de
gas se alcanzará en dos décadas y el del carbón en tres. La disponibilidad de
minerales o tierras raras, tan necesarias para la tecnología actual, incluida
la necesaria para las energías renovables, está comprometida también.
¿Es
posible, por tanto, mantener el dogma del crecimiento infinito?¿Es posible
pensar que basta un cambio de modelo energético basado en las energías renovables sin abordar una reducción
del consumo? Parece evidente que no. Se reducirá la disponibilidad de recursos
y, por tanto, se dará una reducción del consumo global. La pregunta del millón
es ¿quién va a decrecer?
El
71% de las emisiones de CO2 a nivel global proceden únicamente de 100 grandes
empresas. Algunas de ellas, irónicamente, financian la COP 25. Todas ellas
hacen campañas sobre la importancia de los actos individuales para combatir el
cambio climático. Ninguna ha dejado de producir y generar beneficios económicos
que se han quedado en muy pocas manos, ni tampoco han dejado de generar externalidades
ambientales que estamos pagando entre la mayoría.
Que
hemos de decrecer en términos globales el consumo de recursos naturales y de
energía es una realidad inapelable. Pretender que se haga de igual manera entre
quienes nos han traído hasta esta situación, enriqueciéndose de camino, y
quienes estamos pagando las consecuencias de un sistema devorador de recursos y
personas, es increíblemente perverso.
No,
no todas somos igualmente responsables. Y nos encontramos ante dos
posibilidades. Una, la que ya conoce y propone el sistema capitalista, que
básicamente se trata de decrecer a través del mercado y sus representantes
públicos más o menos violentos, llegando a un escenario ecofascista en el que
unos pocos acumularán todos los recursos y la inmensa mayoría se quebrará en
una sociedad con falta de agua, en permanente inseguridad alimentaria y
sufriendo enfermedades y tragedias
asociadas al cambio climático.
La
buena noticia es que existe otra posibilidad: impulsar políticas valientes de
planificación democrática de los recursos y los medios de producción. Necesitamos una intervención valiente en la
planificación agraria, en los transportes, en el sistema energético, en la
cadena de producción-transformación y consumo… En definitiva, los sectores más responsables de
las emisiones de efecto invernadero han de ser puestos en manos del común.
Pero
también abordando el necesario cambio en las reglas de producción de bienes.
Planteaba recientemente Guillermo Vega, en un artículo de El País, que se hace
imprescindible disminuir los horarios laborales. Esta reivindicación no es
nueva, Keynes o Lafargue ya planteaban esta cuestión. Lo novedoso es que ahora
ya no se trata de una justa reivindicación social y económica (trabajar menos
para trabajar todas) sino que incorporamos una visión ambiental: no es posible
mantener este ritmo de trabajo y producción en un planeta finito y con los
recursos al límite, cuando no abierta y profundamente sobrepasados.
La
reducción de la jornada laboral, además de ser un principio básico para la
emancipación de la clase trabajadora, disminuiría la producción de bienes y la
saturación de mercados. ¿Qué sentido tiene, en términos sociales y ambientales,
el exceso de producción? El único sentido es netamente de búsqueda del
beneficio económico de unos pocos a los que importa nada qué ocurra con el
resto de sociedad o con las generaciones venideras.
Ajustar
la producción a las necesidades sociales, en el marco estricto de los límites
biofísicos del planeta es una necesidad impostergable y urgente. ¿Y esto es
compatible en un sistema capitalista donde la médula es el libre mercado, un
sistema basado precisamente en el crecimiento infinito? Claramente no.
El
ecologismo social ha asumido de manera clara y contundente que este sistema no
es compatible con la vida. Ahora a la
izquierda nos toca asumir que, o hay cambio de sistema desde la
perspectiva del decrecimiento, planificando desde lo público y lo común la redistribución de la riqueza y
garantizando la protección de la mayoría social y especialmente de los más
vulnerables, o será el capital quien diseñará ese decrecimiento, a hombros de
ideologías neoliberales, xenófobas y racistas quienes lo harán, garantizando el
status quo de quienes ya son dueños de prácticamente todo y dejando en la
cuneta a los demás.
O,
dicho de otra manera, o decrecemos juntas o nos decrecerán por separado.
El
capitalismo que se apropia de los recursos no es nuevo (pocas cosas más
antiguas que la acumulación por desposesión). Pero se perfecciona e inventa
nuevos tratados internacionales, nuevas leyes, nuevos acuerdos…para armar su
particular arquitectura del mal, que les permita salir impunes de sus acciones
contra la sociedad y contra el planeta, que es otra forma de decir contra el
futuro de nuestra sociedad.
La
gran mentira de los discursos xenófobos
y soberanistas, de los que debemos huir la izquierda (parece claro que
del primero huimos pero…¿y del segundo?) es que nuestro bienestar material,
entendiendo este como satisfacción de nuestras necesidades y acceso a los
servicios y bienes que garantizan una vida digna, se sostiene -o se puede sostener- únicamente sobre nuestro territorio. La cruda
realidad es que se sostiene sobre el acaparamiento de recursos y territorios y
la explotación/ expulsión de quien en ellos habitan, así como por la devolución
en forma de residuos del resultado del expolio. Y esto que no vemos por lejano,
cada vez es más real en los bordes de nuestra propia sociedad y nuestro propio
territorio: poco a poco también las más vulnerables de entre nosotras son cada
vez más explotadas y expulsadas
La
cruda realidad, como digo, es que en términos ambientales las decisiones que
tome el país más lejano que imaginemos influirá en lo que ocurra en nuestro
barrio. Y por tanto no es posible plantear soluciones como si fuéramos
territorios únicos, aislados: el ecologismo nos enseña que solo podremos
enfrentar lo que viene siendo conscientes de que todas estamos conectadas, y de
que la lucha es internacionalista.
¿Qué
necesitamos para enfrentar un cambio de paradigma económico, social y ambiental
como el que debemos abordar con urgencia?
Para
ello son necesarias políticas distintas a las que han venido ofreciéndose desde
las políticas más o menos verdes del capitalismo de rostro amable pero que no
es otra cosa que maquillaje verde de las políticas habituales de competencia y
crecimiento. Necesitamos políticas valientes que desde lo público y desde lo
común nos lleven a redistribuir la riqueza a través de impuestos ambientales, a
planificar la necesaria reconversión industrial (cuando no reindustrialización)
para rescatar a las comarcas afectadas por el necesario cambio de modelo
energético, pero también a los territorios que han sufrido años de desmontaje
del tejido industrial para destinarlo a territorios de consumo turístico, sin
derechos laborales ni sociales, expulsando a sus habitantes, destruyendo o
banalizando el paisaje con construcciones e infraestructuras sin interés ni
ninguna conexión con el contexto cultural de la zona y degradando finalmente el
medio ambiente hasta límites insospechados en cuanto a la capacidad de carga del
lugar.
Necesitamos
también políticas de transporte, de servicio públicos, de
producción-distribución-consumo… radicalmente diferentes. La clave es producir
lo que se necesitamos como sociedad. Abandonando de una vez por todas el dogma
de mercado de inventar nuevas necesidades para producir más.
Una
sociedad basada en otro modelo de relaciones económicas y laborales. Ajustando
los usos a la capacidad de carga del sistema, mientras cubrimos las necesidades
de nuestra sociedad: la de aquí y ahora, la de allí y mañana.
Pero,
y esto es fundamental, hemos de hacerlo teniendo muy clara la vocación
democrática: esta planificación ha de ser hecha no solo para sino por la propia
sociedad. Y aquí sí, el papel y la responsabilidad de los pueblos es
indiscutible: quién, cómo, cuándo y cuánto se decrece tendrá que ser
planificado meticulosamente por políticas hechas por la clase que en primer
lugar y mayoritariamente va a sufrir las consecuencias del cambio climático y
la reducción de recursos. Asumiendo además que los cambios habrán de ser de
raíz.
A
la necesaria consigna de “socialicemos los medios de producción” habremos de
sumar la “gestión común de los recursos naturales” pero también, y de manera
central, “la socialización de la toma de decisiones” sobre qué, cómo y para qué
producimos y consumimos inspirados por una nueva ética en la que la
conservación de la vida sea el elemento principal.
El
gran reto que nos viene, la gran lucha para la que debemos prepararnos, es
global. Porque necesitamos una
revolución sin fecha de caducidad.
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